
POR: Gina Tager*
Esta es la cosa…
Se nos ha enseñado que siempre tenemos que estar “BIEN”. Al punto en que podría pensarse que el “no causar molestias” es un requisito para ser socialmente aceptados… como si los cambios emocionales fueran una enfermedad, y la tristeza o el enojo, síntomas incómodos que no tenemos por qué “aventarle” a los demás.
SOMOS felicidad y tristeza.
La definición práctica de la felicidad es en extremo personal, lo mismo pasa con la tristeza, cada quien tiene una idea diferente de lo que lo hace sentir de una forma u otra y vive los efectos de ambos estados de forma distinta.
Hay historias de autores, escritores y pintores, que crearon sus más grandes obras a la par de sus más grandes periodos de depresión y melancolía. También hay relatos de científicos que no dieron con la respuesta que buscaban hasta que relajaron su mente y se dieron un momento de auto-cuidado.
La felicidad y la tristeza son estados que tienen nuestro sello personal. Nosotros definimos qué nos hace felices y qué nos provoca dolor emocional; y de la misma forma, definimos el lugar y la función que le damos a ambos estados en nuestra Vida.
Cuando sólo mostramos una parte de nosotros… condicionamos la expresión de nuestro ser, nos mostramos incompletos ante el mundo, nos negamos el derecho a sentir y a compartir lo que sentimos, y por ende, desperdiciamos el poder co-creativo que hay detrás de cada emoción.
Estas ganas de escondernos nacen del miedo. Miedo a mostrarnos débiles, a mostrarnos vulnerables, a dejar ver nuestra naturaleza y hacer frente al efecto que tendremos en el mundo si somos honestos y decimos realmente cómo nos sentimos. La verdad, la debilidad requiere verdadera fortaleza. Nada se rompe sin resistencia.
Tanto la sonrisa, la carcajada o la lágrima existen para ser vividas, notadas, escuchadas y compartidas.
Si más allá de nosotros, esperamos que los demás también estén “siempre bien” para la comodidad de todos, tengamos entonces en cuenta que con ello no sólo limitamos a las otras personas, también nos negamos la oportunidad de conocerlas -en verdad conocerlas- de compartir los miedos, caminarlos de la mano, sacudirlos y transformarlos en movimiento; en aprendizaje y crecimiento.
¿Cuál es el punto de esta dieta emocional?
Se pierde mucho y se gana poco o nada.
Volvamos a compartirnos con autenticidad. Regresemos a ese lugar donde se vale sentirse bien y se vale sentirse mal. Ese espacio donde nuestra esencia permanece intacta, donde sabemos que podemos ser y expresarnos sin miedo a perder un lugar. Volvamos a definirnos por lo que somos y sentimos, y no por cómo nos ven los demás.
Volvamos a amar sin limitantes, sin expectativas y sin moldes.
El bienestar no es algo estático ni constante; las emociones tampoco son estáticas, pero sí son constantes. Aspirar a tenerlas “bajo control” y en un horario predeterminado, es lo mismo que pretender tener y mantener el cuerpo “perfecto” o la alimentación perfecta, es comprar un boleto directo a las islas del fracaso y la frustración, sin escalas.
Es querer tener una vida, un cuerpo y un corazón impermeable al cambio, inerte y desconectado del mundo.
–¿Te incomoda el dolor ajeno?
–¿Te incomoda tu propio dolor?
Darle un lugar a las emociones más incómodas le da textura y profundidad a nuestro carácter. Dar espacio a las “imperfecciones” de nuestra personalidad, de nuestra genética, de nuestro cuerpo y nuestra historia, nos hace reales, de carne y hueso.
Seres humanos REALES… ¡ese es el tipo de SER humano que el mundo necesita!
¿no crees?
Está bien ser vulnerable.
Está bien SER IMPERFECTO.
Es en aquello que nos diferencia del resto y nos hace únicos, donde reside nuestra fortaleza.
¿Te permites la tristeza? ¿te permites la melancolía?… ¿te permites ser FELIZ?
¿Estás cómod@ contig@ mism@?
*Texto publicado originalmente en: ginatager.com.mx
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